Palacio de los miedos
- Belen Palermo
- 14 abr
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 25 abr
Me parece rarísimo, si pienso en frío, cómo la mente se puede ir muy lejos cuando el mundo está aconteciendo.
De repente, me olvido de mi nombre, apellido, lo que me estaba cuestionando hace un rato. Se disipan todas las necesidades y ansiedades, y me convierto en espectadora. Ahora veo un film detallado, que me permite rebobinar, dudar y persistir. Remarcar lo que me gusta, encontrarle otro sentido. No tiene color ni digitalidad. Es solo el libro llamándome, haciéndose historia.
La imaginación se transforma en algo galopante, incontrolable, y me estrello ante el don de quién escribe para incluirte en su ruedo. La lectura es una simbiosis qué quizá no todos puedan entender, pero reconocer la palabra interpelándonos, me parece de una magia suprema. Y me detengo ante esta idea y recuerdo que estaba sumergida hace un rato en una danza ferviente, casi frenética. Cebo un mate, veo las burbujas y divago, todavía masticando las últimas palabras que acabo de leer.
Súbitamente me aburre el impasse y retomo, de cabeza hacia el texto y con nado sincronizado. El telón se sube y voy al ritmo de los acontecimientos que nunca sucedieron. La cabeza se extravía, pensando -para variar-, cómo existen tantos mundos sucediendo, en paralelo, al mismo compás. Mundos policiales, mundos existenciales, mundos con amores truncos y algunos más duros, ásperos como hitos cronológicos, desprovistos de sangre. Relatos inquietos, que aguardan a ser desempolvados. Me alegra poner lustre para que todas esas formas sigan sucediendo. Agradezco, también, el legado de esos escritores que decidieron en cierta inconsciencia, locura o existencialismo, plasmar todos los fantasmas y las vivencias. Que permitieron que esa parte intensa se hiciera palabra, con una reproducción infinita de tomas, eternas.
Analizo que si logro volar, con alternados descansos, es porque algo decide hacer ruido, un hecho que hasta ese momento no había preguntado. Los relatos son respuestas, que mayormente se encuentran entre líneas. El problema es entregarse a leer.
Continuo y el personaje principal entra en declives exorbitantes y me arrebata la idea que "tal vez no estoy tan descarrilada" y me encuentro paralelizando mis días a unos que no existen. Gracioso, repunto. Río internamente, a la par de las repercusiones literarias. «Fogg no caigas tanto» le intervengo por dentro. «Que la muerte está ahí, no hagas de tus días un encuentro anticipado con ella».
Precipicio. Caigo en un estado de absurdismo en el que digo "lo hizo nuevamente", aunque distinto. Presumo lo profundo que hubiese sido un encuentro con este autor que logró plasmar todas sus personalidades en diversas novelas. Resulta sorprendente como narra desde la mentira, solo cosas que son reales. Porque uno, nunca escribe lo que no sabe, todo es memoria emotiva, olfativa, sensorial y lo carnal, los pelos de punta.
Paul Auster es el perdido, el neurótico, el depresivo, el hijo, el padre, la historia, su árbol, la cultura norteamericana, sus fanatismos y snobismo. Todas cualidades que va representando a lo largo de toda su obra. Y palacio de la luna no deja de ser ese bomboncito exótico, de relleno sorpresivo, que te invita a decir "dame más", como un adicto en pleno viaje. Su seducción lingüística me permite cuestionar, delirar, irme un rato, plantearme todas las posibilidades (y también ser un poco más neurótica), meterme de lleno, comprometerme con la causa.
Decir que no sólo cumple, sino que supera las expectativas, es alardear también algo muy personal. Una identificación con la simple coincidencia de que el autor es un explorador de la vida, que se gana el oxígeno escribiendo y que, ciertamente, surfeo historias muy similares a las mías. Él configura hacer carne propia el exilio de ser un narrador en un espacio tan desajustado.
Lectura teñida de criterio profundo, en algún punto sí, pero bastante objetiva al dictaminar que sus palabras tienen un ritmo capaz de atrapar hasta a el más dejado. Puede que sea esa inclusión la que lo hace propio, pero que también rechaza si no estás dispuesto a tirarte al vacío.
La pelea se siente, heredada entre fantasías. Auster se abre de par en par antes nuestros ojos, como un grito terapéutico. Este libro, un poco hermano del resto de la bibliografía, pero bien autónomo en su carácter te empuja violentamente hacia eso que se oculta bajo la alfombra. El pensamiento que todos los mortales podemos llegar a tener alguna vez en nuestra vida “Pero yo si tengo un trabajo, me levanto por la mañana como todo el mundo y luego intento ver si consigo llegar al final de ese día”, un hueco palpable, floreciente.
Nuestra parte salvadora le exige a Fogg, con imploración silenciosa, que repunte de ese sistema aniquilante al que se ha condenado. A la repetida suma de acciones lógicas y desprovistas de alma. No voy a negar que en un principio fue difícil fluir con la espesa corriente de este personaje: un joven entregado por completo a lo fatídico, arrastrando sus días a extremos inimaginables. Sin una mínima proyección de futuro, básicamente su existencia se ve reducida a un intento de supervivencia al límite, manteniendo a los lectores en vilo -chirriando los dientes- en cada página.
Sin embargo, la contraposición y el respiro profundo de alivio no tardan en llegar, en una forma bastante atípica (quizá necesaria) en la que se trazan nuevas metas, más allá de las propias. Básicamente un vuelco de narración, como en la vida, en donde se nos entregan moralejas que no pedimos y que son precisas interiorizar.
Ser consciente del mundo, más allá de los pies, lo que nos permite salirnos del propio eje y empatizar con “lo que está pasando fuera”. Uno siente que va aprendiendo a medida que pasan las páginas o quizá reconfirmando una naturaleza más pura, que ponemos en práctica en silencio o a la que aspiramos en rasgos generales. Entender que el otro es, como nosotros, en la medida que puede y va atravesando sus hechos. Dejarlo ser, acompañarlo hasta el límite de la sanidad. El verdadero trascender es lo que nos enseña este relato.
La estructura fragmentaria de la novela —historias entrelazadas, saltos temporales, múltiples voces— refuerza la sensación de movimiento constante. Cada personaje aparece con una intensidad breve pero precisa, delineando a Fogg no tanto por contraste, sino por acumulación. Son sus vínculos, sus pérdidas y las esquirlas que recoge a lo largo del camino lo que lo constituyen. La narrativa no sigue una línea recta, sino que avanza como quien arma un mapa con segmentos: incompleto, pero lleno de sentido.
Las vueltas parecen inevitables y lo que estaba destinado a pasar, pasó. Una repetida secuencia generacional que solo conduce al olvido.
Sin lugar a duda cada bifurcación de este libro hace que uno pegue un volantazo y se quede asustado y dubitativo. Sintiendo una acumulación de sensaciones varias, algunas buenas, unas cuantas pesadas. Como un sube y baja, demencial, al que uno está obligado a montarse. Así como en los mejores libros, también en nuestras mejores vidas. Dónde de repente estamos en una cresta inimaginable y en un parpadear de ojos, comiendo arena con sabor a realidad.
Palacio de la luna puede ser la representación de nuestras glorias, pero a la vez lo más oscuro, los sucesos que nos pueden llevar a cambiar la historia sin autorización. Y sentirlo en la lectura es la certificación de lo sublime. Una invitación a esta nueva aventura.
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