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Una marca de fuego

  • Foto del escritor: Belen Palermo
    Belen Palermo
  • 5 jun 2024
  • 3 Min. de lectura

Me gusta pensar que los libros son circunstanciales; un vínculo íntimo, condicionado por miles de agentes externos e internos. Los rasgos que determinan quienes somos, lo qué estamos atravesando, nuestro nivel de apertura y el nivel de preparación para recibir determinados mensajes.


La química instantánea, la interconexión en el momento justo o, por el contrario, la expulsión inmediata y sensación de exilio ante un texto que nos resulta ajeno. Formas que van más allá de lo holgazán y nuestro preconcepto de “mal lector”. Algo más ambivalente, una danza consciente de profundidades e introspección y al mismo tiempo cuotas fugaces, que se van tan rápido como el día a día.


Los días se volvieron ceniza, o en realidad la colección de Nina Ferrari, llegó a mis manos en una especie de reivindicación a mi propio sistema. Tras muchos meses de desempleo, en los cuales el conocimiento en papel era cuasi un mito o un gusto que no podía darme, tuve la racha de reinsertarme e invertir en lo que antes, para mí, era moneda corriente.


La literatura en las altas y, dificultosamente, en las bajas. Donde la cabeza tiene otras prioridades y alarmas. Resignificar el valor de la cultura y el privilegio de acceder, fue un golpe que la pandemia me dejó bien marcado.


Leer para mí, se había vuelto una revolución y, conectar con el otro, que escribe a mil kilómetros de distancia, fue un grito de victoria. El gol de Maradona.


Hasta ese entonces, sin la capacidad de comprar, había rumiado la virtualidad casi como una exigencia por haber estado encerrada, haciendo el temido y repugnante nada. Una nueva forma de productividad gestada entre cuatro paredes. Todo se resumía a golpecitos. Párrafos rápidos, volátiles, que se pierden en el éter de lo digital, abismalmente lejos de la intensidad de sostener un lápiz en la mano, símbolo icónico y personal de cómo librar una batalla en la cual se pueden decir mil "cosas" de múltiples formas.


Tantas “ideas” revoloteando, amplias como una verdad y directamente proporcional a la cantidad de personas existentes en el mundo. De repente, lo que leía, lograba hacerse parte de mí, simbiótico. Piel a piel, palabra a palabra.


El vínculo de un padre-persona, la pérdida, el duelo, la desesperanza y desamor. El desvío de la mirada en cada párrafo y un concluyente nudo en la garganta.


Una historia secuencial y situaciones determinantes, que se reducen a un mal común.

Que la autora pudiese interpelar todo eso que nos alcanza, como un golpe en la nuca, no fue algo menor. La sensación de apnea tras los puntos finales y el lápiz, en ese lapso carnal, clavándose en el escenario literario. Logrando, finalmente, atraparme y exasperarme con la misma fervencia del personaje principal.


Me doy cuenta que cada espacio-tiempo (propio) para leerlo es corto, entre unos mates y la hora inquisidora del deber. La adultez tiene eso de andar siempre a las corridas, aunque no haya nadie que nos apure. Así que me dejo a cuenta gotas, pero activa. Con la vocecita interna del anhelo de seguir.


Me redimo ante la culpa de mi intelectualidad que siempre quiere ir "al palo" y recuerdo que el libro se hace persona cuando espera, expectante, que lo vuelvan a leer. Cada uno a su ritmo (y a su circunstancia). Entonces deja de ser una obligación y se vuelve parte del minutero propio.


Como indica la contratapa "un libro que se escribe sin otra pretensión literaria que la de seguir con vida" y que logra transmitir esos vínculos que "nos crean, nos transforman y nos salvan".


Porque, aunque los días se vuelvan ceniza y, el zamba parezca una locura de nunca acabar, también son el abono para rearmamos y convertirnos, quizá, en una nueva forma de arte.

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