Un viaje de ida
- Belen Palermo
- 10 abr
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 11 abr
J se levanta de un tirón, como expulsado de la silla por una fuerza sobrenatural. Se percata del prolongado estado de divague en el que estaba sumergido porque observa el último rastro de pasta, ahora seco, cuasi momificado. Agita el plato con cautela en el aire, mientras se desplaza hacia la cocina. De fondo, el repiqueteo incesante de los teclados y de tanto en tanto, un diálogo, más monótono que seductor.
La mueca es prominente cuando confirma su rotunda sospecha: la comida ya no lo sacia, de todas las formas posibles que se puede imaginar. Ni siquiera se acuerda cuál fue la decisión que lo llevó a ese menú, ahora frío, como el otoño que azota la ciudad o su concepto errado y en marcha de adultez.
Esquiva unos cuantos cubículos con una gracia milimétrica, dando los pasos certeros para no llevarse nada puesto; eliminando obstáculos, imprevistos, sorpresas y golpes imposibles de sobrellevar. Analizar en qué momento convirtió un miedo en un estilo de vida conllevaría años de terapia y él, no tiene tiempo para eso. Soluciones prácticas, analíticas -le recuerda el otro yo- el que lleva la delantera de sus días.
Se molesta un poco porque siempre, sin poderlo controlar, aparecen estos diversos jotas, dispuestos a opinar, con el convencimiento pesado de un juez. Le hierve la sangre por la sensación de pluralidad, porque eso implica no poder nombrarse con certeza ¿Y qué ser humano no querría tener una existencia inequívoca? Sin bifurcaciones, sin alteraciones. Un paso ejemplar y limpio. Eso le enseñaron de chico y como si fuera palabra santa, lo convirtió en religión. “Llamar a las cosas por su nombre” exclama en silencio -aunque sean otros los que asignan esas identidades- después de todo, los consensos sociales son los que nos ponen en orden la vida y también mantienen los patitos en fila. Un soldado firme, que sabe ser uno más del montón.
Descarta lo que sobró y con ello una catarata de pensamientos. Una compañera pasa, con movimientos de medusa y da un sermón extenso, alegando algo sobre los pobres niños de África y la importancia de guardar para mañana los excedentes de hoy. Pero él, por primera vez, después de mucho tiempo, está convencido que no quiere postergar nada, así que gruñe y se ahorra la justificación de que viene comiendo lo mismo hace dos días y que, en la esquina de la oficina, hay una horda de críos con las mismas necesidades.
Hablar con las paredes es un ejercicio que prefiere hacer en casa, al menos ahí tiene una escucha activa y no una voz defensiva que poco hace para cambiar todo el vómito de queja qué acaba de emanar. A los minutos, con sabor a condena, vuelve el eco de su mera presencia y los hombros se vuelven a relajar. Distendido, se pregunta si cualquier extraño entrase a su departamento y viese esa manada, cuchicheando y repitiendo los mismos movimientos, qué tipo de conjetura sacaría. Si lo encasillaría a él en la misma bolsa que M, que acaba de salir victoriosa con su discurso de salvar a las criaturas del mundo. La idea le aborrece y lo que era un lugar de pertenencia y seguridad, sólo le genera escalofríos.
Refriega con la fuerza de alguien que quiere sacar todo rastro de derrota y mancha, con un frenesí exquisito. Se descarga en el simple acto de lavar esa pieza que parece única, aunque repetida infinitas veces en el hogar de cada persona. Lo observa con más cuidado, después de haberlo pasado por agua; un artilugio de la infancia.
De repente J no está más sobre sus pies. Hipnotizado por el vidrio templado de color marrón oscuro, se transporta a una época que parece olvidada, omitida por la cotidianeidad. Una realidad pueril y fresca; libre de excesos, de contaminación neuronal y obligaciones. Ese objeto pasa a ser una especie de viaje en el tiempo, un ticket gratuito a la sensibilidad. El estómago parece un lava ropa, girando de extremo a extremo, con una violencia sublime.
- Con mucha o poca salsa
El ambiente está humeante y el olor a salsa boloñesa invade sus fosas nasales. El corazón se le acelera de emoción, porque desde hace mucho tiempo que ha dictado sentencia sobre su comida favorita, de la mano de su chef más grata y elevada. Cada plato como sabor simbólico de amor.
- Hasta que no entre más en el plato
Es gracioso como uno atraviesa escenas, como películas mal filmadas, en donde todo es un caos, minutos que sólo pasan a ser una armonía soñada cuando ya no están. Cortos invaluables, de los cuales uno entregaría hasta el alma para reproducir, una y otra vez.. Si a uno le enseñaran otras cosas de chico, piensa.
- Pasa que esas moralejas vienen con los años J, no hay manera que entiendas de antemano los valores, ser chico es no tener consciencia. El mundo es un juego al que sólo hay que entregarse. Aprender o comprender es usar el razonamiento, y razonar es caer en lugares muchas veces deplorables.
La mesa empotrada en la pared de mosaicos hospital, tan horrible y pintoresca. Desde que tiene memoria le pareció curiosa la distribución rústica del hogar, tan fea y acogedora. El mantel combinando con todo, de dudosa procedencia. ¿Quién lo habrá comprado? ¿Y si lo heredaron? Ahora le vienen preguntas, como torrentes sanguíneos disparatados, una tras otra. Qué grande se ve su mama, que majestuoso su papá y la hermana que tampoco para de comer.
- Capaz lo bueno ensancha: el estómago, los talles de ropa —sospesa— y también la válvula que emana felicidad, algunos dicen que es el corazón, pero como es un órgano, no puedo dar fe de eso.
Cierra el ritual con el famoso pan de cada día, el que nunca falta en su casa, pasándolo de un polo a otro, girando en círculos, asegurándose que no queden rastros ni sospechas.
- No tengo ni que lavar, impoluto, marrón, opaco, pero un poco transparente. Impecable.
Se funden los detalles. La alacena chirriante, su diseño nunca antes visto, la heladera vieja, pero leal, los vasos cortos, el vino, la soda, los cubiertos de madera, algunos con pinta de recién comprados, otros como si hubiesen librado una prolongada batalla. J ríe con la insignificancia de pasarlos por alto y le da pena ser de esos que no eligen por la inminente historia que cargan.
La toma es sencilla, pero está cargada con muchos mensajes encriptados que lo azotan. El peso de las personas, las palabras no dichas, los silencios acogedores, la omisión de las cosas que exclaman atención. Si no es por apurado, es por la ignorancia de los primeros años. La humanidad siempre encuentra una excusa para no amigarse con el entorno.
- Ya es hora
- ¿De qué?
- De que vuelvas… -puntualiza la voz áspera- …a tu trabajo.
Entorna los ojos, gira el torso, no sabe si tardó mucho en digerir la frase, pero quién sea que se pronunció ya no se encuentra a sus espaldas. El desconcierto se incrementa. La realidad es que, interno o externo, ya perdió mucho tiempo abstrayéndose (¿o viajando?) al pasado. Así que se pone en marcha, un poco más liviano. Hay algo en su pecho que ya no oprime y las voces que suelen circular por el éter de su imaginario parecen un mar en calma. Como si algo se conectara a un solo hilo, unificado.
Cuando vuelve al escritorio, encuentra un sobre de color tierra y de dimensiones pequeñas, casi del tamaño de la palma de su mano. La caligrafía parece sacada de un libro viejo, pero le resulta familiar. La inscripción, muy sencilla: su nombre. Examina curioso y lo abre con la velocidad de un niño ante un regalo de navidad.
"Aunque múltiple, ya casi sos uno solo."
Levanta la vista, buscando algún culpable, pero los teclados ya no suenan: la oficina está vacía.
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