top of page
  • Instagram
  • Facebook
  • LinkedIn
  • Whatsapp

El peor enemigo

  • Foto del escritor: Belen Palermo
    Belen Palermo
  • 7 ene 2024
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 14 mar

Hay un punto en las infancias en donde la inocencia se fractura. Cuando la magia se empieza a disipar y, de repente, el mundo se convierte en algo más humano, por consecuencia, un poco más cruel.


Porque cuando uno es chico “hace” por hacer, por instinto, felicidad, placer, sin límites ni medida y, son los padres y el entorno educativo, los que van poniendo freno al exceso y a la “locura” natural de ser simplemente un ser vivo, con grados nulos de consciencia y juicio moral. Y ahora, con un poco más de consciencia, de esa que arrastra la adultez, entiendo lo necesario, pero aniquilante de ese suceso.


Hubo un tiempo en el que no recuerdo mi cabeza carburar, en la que andaba entregada a las horas como quien se pierde en el tiempo. Una línea temporal armónica, en la cual el único disgusto era madrugar para ir al colegio. Un malestar que desaparecía en cuanto volvía a tener contacto con mis otros, los que tampoco tenían preocupaciones.   


Y los años pasaron y los contextos también. Ese famoso punto de inflexión en donde las muñecas ya no divierten, en donde el cuerpo empieza a tener una implosión hormonal y se te exige, por algún motivo que todavía desconozco, que debes gestar un amor secreto; a veces hacia una persona que ni siquiera conocemos y que vemos de lejos. Arbitrariedades que no existían y empiezan a ser una demanda para encajar en los sin sentidos. Ser parte del todo.


Hasta ese momento cada aspecto de mi vida era armónico, no había un requisito para hablar, compartir ni mucho menos jugar. Uno era lo que era, una proporción de energía desmedida.


La sectorización me hizo comparar y comparar me hizo cuestionar. Generar balas contra mí misma, algunas sin respuesta.


Así un día me enteré que estaba fuera del estándar normal, con mi panza, mis piernas y proporciones de persona que nunca habían tenido privación de comida (algo que jamás se me había cruzado por la cabeza, porque era consecuencia de la repetición de conductas ajenas y adultas). Los murmullos, ahora consciente, de parte de la familia, diciendo que no era sano, que podría terminar en algo peor.


Sometida a una carta extensa de nutricionistas, que me dibujaban platos, simetrías y recomendaciones de ejercicios que, para mí, solían ser un juego y, ahora, se convertían en una obligación.  La exposición, desnuda, ante la balanza, que definía mi persona y el dictamen de una profesional que me remarcó que “mucho no iba a cambiar, aunque baje de peso, porque mi contextura ya era grande”.


Palabras como eco, que solo eran golpes que seguía sin entender.


Y como siempre, hay una gota que rebasa el vaso, de esa que te hace quebrar la cordura. A mí me tocó la más espesa cuando decidí ir a un centro de estética.


La política era básica, cremas mágicas que prometían reducción, seguimiento de una nutricionista y el pesaje milimétrico de cada semana. Mi cabeza chipeo, poco a poco, que en ayuno pesaba menos, y así, omitiendo desayuno y almuerzo, fui bajando escalonadamente. Uno, dos, tres, hasta llegar a casi diez kilos menos, y por primera vez en mi vida, tanto circo había tenido resultado (con consecuencias a largo plazo, imborrables hasta el día de hoy).


Es muy extraño decir que una conducta es insana cuando del otro lado hay halagos y uno empieza a gustar. De repente, el acierto era simplemente ser flaca. Así fui gestando una obsesión en la cual ya no quería un peso saludable, sino llegar al número que tenía otra, con contextura y altura distinta. La excusa era siempre “cuanto más bajo mejor, porque así es menos culpa a la hora de comer”.


Aprendí la sensación de castigo, a googlear (con internet en pleno auge) a cómo seguir torturando mi propio cuerpo. A someterme a doble jornada de ejercicio, con la coartada de ser amante del deporte, de tener la voluntad de decir que “no” a cada comida extra que me ofrecían, de omitir alimentos porque “no me gustaban” y empezar a tenerles asco. A pesarme de una semana a la otra, con 200 g más y aguantar la condena de una desconocida, acusándome de “haberle entrado a los postres el fin de semana”, siendo que apenas podía comer.


La infancia quebrada, la cabeza también.


Con los años empecé a amigarme con esto, a ver que no estaba sola en la exigencia de entrar en un lugar donde no encajaba. En saber que éramos toda una generación que se avergonzaba de sí misma (por un cuerpo).


Y hoy, a pesar de que intentamos cambiar de foco y tenemos otras prioridades, la mirada latente en el espejo, el escaneo de todo eso que queremos cambiar, sigue mostrando la vara más ruin y poco amable para con uno mismo, porque uno con uno, sigue siendo el peor enemigo.

Comentários


bottom of page